Han transcurrido dos semanas y llega el momento de volver a casa. Resulta complicado despedirse de gente que a buen seguro no vamos a volver a ver y que desconocemos que les deparará el futuro.
Personalmente, he tratado de evitar empatizar demasiado con las familias que habitan estos campos, a sabiendas de lo duro que puede ser la vuelta a casa. Centenares o miles de voluntarios nos hemos acercado hasta aquí con la intención de hacer un poco más digna la estancia de los refugiados en este tapón que se ha convertido Grecia, a sabiendas, que ésto no es más que un pequeño parche para un problema de semejantes dimensiones. Los muros que pretende levantar Europa difícilmente van a contener las oleadas de inmigrantes que huyen de la guerra o la miseria. Tan sólo harán que aumente su sufrimiento, el rencor y el odio y paguen incluso con su propia vida el intento de llegar a Europa.
Sería conveniente que todas las personas que disfrutamos una vida de confort en el viejo continente conviviéramos tan solo unos días en algún campo de refugiados. Quizás entonces nos planteáramos si somos responsables en parte del motivo que obliga a estas personas a abandonar sus hogares.