Avin vivía en Siria con sus padres, su hermano y su hermana
pequeños. Constituían una típica familia siria. El trabajo de su
padre reportaba suficientes ingresos para llevar una vida sencilla,
sin grandes lujos, pero digna. Ella acudía a la escuela de la zona,
donde era una alumna brillante.
En enero de 2011, con motivo de la primavera árabe, empezaron a
producirse algunos disturbios en las ciudades de Damasco y Alepo. La
gente salía a las calles reclamando más libertades y una
representación política más igualitaria. (La secta alawi, aunque
supone sólo 12,6% de los habitantes del país, controlaba todos los
puestos de responsabilidad en el estado. Por otro lado, a la
población kurda, a la que pertenece Avin, se le negaba cualquier
aceptación de su diferencia lingüística y cultural)
En un principio Avin, en su día a día, era bastante ajena a estos
episodios de inestabilidad política pero la respuesta brutal de las
tropas de Basher al-Asad y la contraofensiva armada de los diferentes
grupos opositores hizo que, en menos de un año, para 2012, su
familia se viese inevitablemente atrapada en uno de los conflictos
bélicos más sangrientos de los últimos tiempos. Todo ello agravado
por el avance del Daesh, una facción religiosa que impone a la
población el cumplimiento de una interpretación radical de la
sharía o ley islámica, opuesta completamente a las costumbres y
espíritu moderado de la familia de Avin.
Ante esta situación, y antes de que fuera demasiado tarde, los
padres decidieron dejar atrás todo lo que tenían para huir del país
y convertirse en unos más de los ya 3.ooo.ooo refugiados sirios que
actualmente existen. Tomaron rumbo al norte, a Turquía. Allí
permanecieron dos años, trabajando para lograr reunir algo de dinero
con el que costearse el viaje hasta Alemania, donde tenían la
esperanza de ser aceptados y poder así vivir de nuevo tranquilos,
fuera de las bombas y amenazas. Esos dos años para Avin supusieron
cambiar las aulas de su escuela por jornadas de once horas en un
taller textil de Turquía, dedicándose a colocar los botones a esos
mismos pantalones vaqueros que luego nosotros compramos en las
tiendas de Europa a bajo precio. Las condiciones laborales eran
horribles y el sueldo con el que se tenían que conformar por su
condición de sin papeles, ínfimo, pero según nos contaba, no era ésto lo que más hacía sufrir a Avin, sino sobre todo la impotencia
de ver que sus años de juventud se perdían, se malgastaban ante la
imposibilidad de seguir estudiando y formándose.
En un momento dado el padre decidió probar suerte y dirigirse por
fin a Alemania con la idea de traer a su familia una vez estuviera
algo más asentado allí. Atravesando el Mediterráneo y gran parte
de Europa oriental, después de mil peripecias y tras el pago de
importantes sumas de dinero a las mafias de un lugar y de otro,
consiguió su objetivo. Al poco, y a pesar de que su situación en el
país germano era mucho más precaria de lo que en un principio había
imaginado, se puso en contacto con su familia para que emprendieran
el camino. Así, Avin, con su madre y sus dos hermanos pequeños se
pusieron de nuevo en marcha. Atravesaron el resto de Turquía para
llegar a la orilla del mar Egeo y montarse en una de esas lanchas
hinchables a las que casi ya nos hemos acostumbrado a ver en el
telediario. ( Nos enseñó en el móvil unas imágenes de la
travesía: una treintena de personas apretujadas en la precaria
embarcación, rodeadas de mar y amenazadas por la incertidumbre de un
destino desconocido).
Hasta llegar allí habían conseguido, por el momento, seguir los
pasos de su padre, pero al alcanzar el norte de Grecia su suerte, ya
bastante adversa estos últimos años, se torció del todo.
Macedonia, como otros países del entorno, había decidido cerrar
fronteras y desplegar a su ejercito por todo el límite sur de su
territorio para que ningún refugiado pudiera pasar.
Ante la imposibilidad de continuar camino, Avin y su familia, al
igual que miles y miles de personas, se dispusieron a pasar noche en
uno de los campamentos improvisados cerca de la frontera. En este
caso se trataba de una gasolinera de la compañía EKO. Y fue allá
precisamente, donde entró en contacto con los voluntarios de Bomberos
de Navarra y de EREC. Estos, como habéis podido leer en anteriores
entradas del blog, se dedicaban principalmente al reparto de comida
fresca y de leña. Se conocieron, hicieron amistad y Avin, a pesar de
su juventud, acabó integrada en el proyecto participando como
traductora de árabe, kurdo e inglés, ocupándose de hacer comprender
a sus compatriotas el sistema de reparto cuando surgía alguna
malinterpretación.
Fue un par de meses los que duró esta colaboración: según nos
expresaba, los días más felices desde el comienzo de la guerra y su
desdichada salida de Siria. Pero todo acabó aquella noche en que por
sorpresa, hacia las cuatro o cinco de la mañana, la policía griega
irrumpió en el lugar, desalojó en autobuses a todos los habitantes
del asentamiento y las excavadoras arramplaron con todas las tiendas
y parte de sus enseres.
Avin y su familia fueron trasladados e internados en el campamento
policial de Vasilika, una destartalada nave industrial en el que el
gobierno griego, desbordado por la situación, instaló cientos de
tiendas agolpadas y unos más que precarios servicios. Allí lleva
ahora más de un mes, bajo un cielo de uralita recalentada y frente a
un horizonte de hormigón, esperando nadie sabe muy bien a qué, con
la esperanza perdida de volver a ver a su padre, por lo menos en
breve, y casi deseando poder regresar en algún momento a Siria
incluso aunque la guerra no haya acabado.
Es allí donde hicimos la entrevista a Avin, tomando un té en su
tienda de campaña. Sus gestos reflejan melancolía mientras nos
habla y sólo una sonrisa de esperanza asoma en sus facciones cuando
le comentamos que creemos que Bomberos va a poder trabajar en este
campo de Vasilika, al igual que se hizo en EKO.
(Relato basado en la entrevista hecha a Avin por Bomberos de Navarra el día 29 de Junio de 2016)