Infancias rotas.

Es imposible caminar por un campo de refugiados sin reparar
en los niños y niñas que corretean y juegan por todos lados. Aparentemente, sus
sonrisas entre alborotos y sus intensas miradas, nos pueden hacer creer que no están
sufriendo esta situación que les toca vivir,  pero es  cuando dejamos que agarren nuestras manos y  respondemos  a sus gestos para ser abrazados cuando
realmente podemos apreciar con detalle sus dientes deteriorados, las picaduras
de mosquitos  sobre su piel y por encima
de todo la necesidad que tienen de ser queridos, de ser correspondidos a sus
sonrisas, de que alguien les dedique su tiempo y su cariño.

La vida de estos pequeños está marcada por el dolor y la
muerte de seres queridos, por  la huida
hacia un futuro en  paz, por el riesgo al que se ven expuestos diariamente en las carreteras, en el mar, por la falta de
higiene y por el rechazo de los pueblos más avanzados que se niegan a darles una
oportunidad.
Disfrutan cuando los voluntarios les montan un pequeño
espectáculo de circo, viendo una película de cine al aire libre o bailando
ajenos a la dramática situación que viven pero no pueden valorar en toda su
dimensión. Para eso son niños, faltaría más.
Pero, cada poco tiempo, ven que personas
que han dedicado tiempo y dinero para acompañarles en su miseria les
abandonan, se marchan y no les volverán a ver. Llegarán otras personas y se irán
para dar paso a más gente. Pero, cuando después
de haber aprendido algunos de sus nombres y haber recibido sus abrazos, nos
alejamos de estas niñas y niños que tuvieron que olvidar sus peluches en Idomeni,
ahora están en Hara o en Eko y nadie sabe qué será de ellos en los próximos
meses, nos hacemos muchas preguntas: ¿conseguirán un futuro en paz? ¿Podrán vivir
en una familia que les ayude a hacerse un camino en la vida? ¿Acabarán en manos
de las mafias sufriendo irremediablemente mientras duren sus vidas?